Nelson Mandela, que dirigió a
Sudáfrica en su emancipación del gobierno de la minoría blanca, fue el primer
presidente negro de su país y se convirtió en un símbolo internacional de
dignidad y tolerancia, murió el jueves por la noche, según anunció el presidente
sudafricano, Jacob Zuma. Tenía 95 años.
Mandela
había dicho hacía mucho tiempo que quería una salida discreta, pero el período
que pasó este verano en un hospital de Pretoria fue un clamor de disputas familiares, medios de
comunicación ávidos de noticias, políticos en busca de atención y un derroche
nacional de afecto y duelo. Al final, Mandela falleció en su casa, a las 20.50
hora local (19.50 hora peninsular española), y será enterrado, de acuerdo con
sus deseos, en la aldea de Qumu, donde se crió. A principios de julio una orden
judicial decretó que se volvieran a enterrar allí los restos exhumados de tres
hijos suyos y de esa forma puso fin a una pelea familiar que había causado
sensación en los medios.
La lucha
de Mandela por la libertad le llevó desde la realeza tribal hasta la liberación
clandestina y de allí a trabajar como preso en una cantera, para culminar en el despacho presidencial del país más rico de África.
Y entonces, al acabar su primer mandato, a diferencia de tantos revolucionarios
triunfadores a los que consideraba almas gemelas, rechazó presentarse a la
reelección y de buen grado entregó el poder a su sucesor democrático.
La
pregunta más habitual a propósito de Mandela era cómo, después de que los
blancos habían humillado de forma sistemática a su pueblo, habían torturado y
asesinado a muchos amigos suyos y le habían mantenido encerrado en prisión 27
años, podía tener tal ausencia de rencor.
El
gobierno que formó cuando tuvo la oportunidad de hacerlo fue una fusión
inimaginable de razas y creencias, que incluía a muchos de sus antiguos
opresores. Al ser nombrado presidente, invitó a uno de sus carceleros blancos a
la toma de posesión. Mandela venció su desconfianza personal, rayana en el
odio, para compartir el poder y un Premio Nobel de la Paz con el presidente
blanco que le había precedido, F. W. de Klerk.
Como
presidente, entre 1994 y 1999, dedicó grandes energías a moderar el
resentimiento de su electorado y a tranquilizar a los blancos que temían la
venganza.
La
explicación de esa ausencia de rencor, al menos en parte, es que Mandela era
algo que escasea entre los revolucionarios y los disidentes morales: un hábil
estadista, que no tenía problemas para hacer concesiones y se impacientaba con
los doctrinarios.
Cuando se
le hizo esa pregunta a Mandela en 2007 —después de un tormento tan salvaje,
¿cómo controla el odio?—, su respuesta fue casi desdeñosa: "El odio enturbia
la mente. Impide ejecutar una estrategia. Los líderes no pueden permitirse el
lujo de odiar".
En sus
cinco años de presidente, Mandela, pese a seguir siendo una figura venerada en
el extranjero, perdió algo de brillo en su propio país, en sus esfuerzos por
mantener unida a una población dividida y convertir un díscolo movimiento de
liberación en un gobierno creíble.
Algunos
negros —entre ellos Winnie Madikizela-Mandela, su exmujer, que logró un
importante grupo de partidarios entre los más descontentos-— se quejaron de que
no se había dado suficiente prisa en estrechar la amplia brecha entre la
mayoría negra pobre y la minoría blanca acomodada. Algunos blancos dijeron que
no había sabido controlar el crimen, la corrupción ni el amiguismo.
Desde
luego, Mandela había empezado a prestar menos atención a los detalles de
gobierno y había traspasado las responsabilidades diarias a su segundo, Thabo
Mbeki, que le sucedería en 1999. Pero casi todos sus compatriotas tenían claro
que, sin su autoridad patriarcal y su astucia política, Sudáfrica habría podido
muy bien hundirse en una guerra civil mucho antes de alcanzar su imperfecta
democracia.
Después
de abandonar la presidencia, Mandela llevó el peso de esa categoría moral a
otros lugares de todo el continente, como mediador de paz y como defensor de
aumentar las inversiones extranjeras.
Desde estas líneas mi más sincera admiración por este hombre bueno y de paz. Descanse en paz, admirado Madeba.